Volver al curro… volver al curro… por más que me lo repita, no se hace más fácil. Habían sido unos meses bastante peculiares, desempañando mi labor desde casa. Aunque el escritorio improvisado y mi portátil no son el mejor equipo del mundo, es mucho mejor que esa oficina: cuadrada, monótona, aburrida. Con un aire enrarecido que me hace pensar que estoy en Hiroshima y no en Murcia.
Pero al volver, con mis guantes, la mascarilla y litros de alcohol en gel, me encontré con un lugar distinto. Un lugar que más bien se veía como antiséptico, al estilo de un quirófano. Pero, lo mejor de todo, es que el lugar estaba prácticamente vacío.
—Señorita Sánchez —me dijo mi superior al verme entrar—, me alegra volver a verla. Espero que, a pesar de todos los inconvenientes y todo el protocolo, pueda usted desempeñar su trabajo tan bien como ha estado haciendo desde casa.
Asentí y me senté en mi escritorio. Nadie a mi derecha, nadie a mi izquierda, me sentía a mis anchas.
González, mi superior, entraba en su despacho.
No pude evitar pensar que, a pesar de la poca diferencia de edad, me trataba con mucha formalidad, quizás demasiada. Entonces me pregunté si quizás no lo hacía a propósito…
Revisé mis tareas del día; no era mucho lo que tenía que hacer, así que lo despaché todo rápidamente para investigar un poco…
— ¿Quién es? —preguntó al escucharme tocar su puerta. La secretaria no había vuelto y ella estaba en esa habitación/despacho, solo.
—Es usted, señorita Sánchez… ¿Qué se le ofrece? —me preguntó sin mirarme directamente a los ojos, como esquivando mi mirada. Me acerqué en silencio hacia su escritorio, dándome cuenta de una mirada que lazó hacia mis caderas y el brillo que desprendió de sus ojos.
—Oh, no es nada, Miguel. Solo quería ver cómo estabas —y lentamente me bajé la mascarilla, descubriendo mi rostro, especialmente mis labios gruesos, hinchados.
Él me miró estupefacto, tardando unos segundos en decirme que me la volviera a colocar. Le gustaba y disfrutaba verme. A mí me gustaba sentirme deseada y, por alguna razón (quizás por ese pequeño demonio que siempre se sienta sobre nuestro hombro izquierdo), quise ir más allá, aprovechando la soledad y las posibilidades.
— ¿Por qué me la volvería a poner? —Le pregunté con voz suave, insinuante—, ¿acaso no te gustan mis labios, Miguel? Qué delicioso suena tu nombre saliendo de ellos, Miguel… Miguel…
—S-si me gustan… —me dijo, tragando saliva—, tú… es decir, usted, me gustas mucho.
— ¿Sabes qué te puede gustar más, Miguel? Estar dentro de mis labios.
Y sin dejarlo reaccionar, logré escabullirme debajo del escritorio, dando con su pantalón y una sorpresa dura como la piedra. Aspiré su colonia, esparcida por todo su cuerpo y le di lo que estábamos deseando ambos: alivio al deseo.
No estaba bien, por supuesto. Pero eso le daba un sabor distinto. La sensación de estar llena, estar completamente saciada y de tenerlo latiendo, palpitando, bombeando dentro de mi boca me enloquecían. Y aunque fue rápido, el final, luego de tragarlo chupé un poco más, esperando una segunda descarga, aunque no vino.
Con cuidado me limpié, me coloqué de nuevo la mascarilla, y me volví a sentar en frente de él, que me miraba con los ojos muy abiertos, casi como un niño que acaba de ser sorprendido.
—Entonces, señor González, si necesita algo más, estaré en mi escritorio… —asintió lentamente y me retiré.
Por un momento pensé que todo había terminado ahí. Me fui a almorzar, luego me encerré en el baño unos minutos (ustedes saben para qué) y volví a mi escritorio, a preparar lo que haría al día siguiente. Además, ya no me quedaba mucho tiempo de jornada. Pero me encontré con un pequeño papel que decía.
«Salgo a las 8. Espérame y nos vamos juntos. M. G».
No pude sino sonreír, sintiéndolo de nuevo en mi boca y, con suerte, dentro de mí.
El fin.