Bukowski era un sucio viejo verde pero, entre tanta maraña de cochinadas, puede uno encontrar una que otra frase inteligente, alguna reflexión importante o una observación sagaz sobre el sexo, que es uno de los pocos remedios que encontramos al hastío tan palpable que hay en este mundo que nos tocó vivir.
«Cuando eres joven, un par de zapatos de tacón alto olvidados en el armario pueden encender tus huesos…» El viejo Bukowski era un altocalcifílico de manual, dedicando páginas y páginas a las mujeres que usaban sus dotes de la naturaleza, amplificados por este instrumento. Me gustaba especialmente leerlo, porque hablaba de esta pasión de una forma cruda y desenfadada. Ya no soy joven, pero un par de tacones altos, especialmente cuando una mujer los usa, me encienden los huesos, la cabeza y la polla.
Recuerdo una vez que conocí a una chica con ínfulas de diosa. Era varios años menos, pero aun así, mirarla a los ojos era como ver los ojos de un soldado: alguien que ha hecho todo lo que hay que hacer, y que ha visto todo lo que hay que ver. Especialmente sabía como doblegar hombres como yo, duros en el exterior pero, en substancia, deseosos de ser pisados.
Un día me contó sobre un artilugio que había comprado, a petición de un viejo amante suyo. Aquellos eran un par de tacones cuyas eran literalmente un par de cuchillos. Aquel amante suyo había visto videos en algún sitio donde una mujer cortaba manzanas con estos zapatos y quería algo similar para sí, solo que él quería verla cortar algo menos pecaminoso y más significativo. No comentaré que alimento fue, pero, luego de aquella relación, le quedaron ese par de tacones, que ya no usaba.
— ¿Por qué no los usas? —le pregunté.
— ¿Y para qué los usaría?
—Para apuñalarme.
Fijó la mirada en mí, y sentí que como un Súcubo extraía la energía de mí.
Nos hicimos amantes poco tiempo después, con una relación tórrida, llena de dolor, y a la vez placer. Recuerdo que un día me recibió vestida totalmente de látex, con aquellos tacones den navaja puestos. Se me puso dura inmediatamente.
—¿Te gustan? —me preguntó.
Se veía peligrosa y terrible, capaz de apuñalarme o de follarme hasta que mi corazón se detuviera, una de dos. Me acerqué a ella y me permitió besar aquellos tacones, a cambio de recibir las bofetadas que tanto disfrutaba en darme. Las recibí con gusto, porque tenía los tacones para mí. Tan bueno fui aquella vez que, cuando estuve a punto de llegar al clímax, me permitió correrme sobre los tacones, cuyas navajas afiladas brillaban, apuntando hacia mí.
—En verdad no están afiladas, solo es una cuestión estética. Si pueden cortar algo, es por la fuerza que ejercen los pies. También puedes cortar fruta con una cuchara.
Ella sabía que aquella confesión me haría sufrir tremendamente. En su cara se notaba el gusto por destruir mi ilusión por aquel juego tan íntimo, que se sentía tan peligroso y a la vez tan placentero. Casi como la sensación de follar en medio del Masai Mara, rodeados de leones y otras fieras salvajes. Pero eso ya será historia para otra ocasión.