Cuarentena sodomítica

Mónica y Juan siempre tuvieron horarios separados. Como pareja, sus encuentros eran breves y se limitaban a los pocos minutos en que coincidían —a veces desayunos, a veces cenas— y los domingos, día libre para ambos. Pero la rutina dominical constaba de descansar, retozando en la cama o en el sofá o, si acaso, algún encuentro sexual.

Pero, desde que fueron forzados a permanecer en casa, un prodigio ocurrió: tanto Mónica como Juan estaban poseídos por un deseo sexual constante y latente, con tanta fuerza que no podía ser apagado. Ellos, que bajo otras circunstancias, apenas estarían mirando películas en Netflix.

Las razones de este prodigio pueden ser varias, como por ejemplo los sentimientos negativos —Es bien sabido que los encuentros sexuales libran endorfinas, es decir, que nos dan una estupenda sensación de bienestar—, pero la verdad es que, tanto Mónica como Juan, viendo abrirse ante ellos un abanico de posibilidades, decidieron aprovechar esa oportunidad que la vida les colocaba en frente. Porque los primeros días, aún mantenían su antigua rutina.

Pero, un buen día, sin darse cuenta, estuvieron juntos tres veces, durante tres momentos distintos del día (desayuno, almuerzo y cena), proporcionándole un cariz distinto al encierro. En especial porque no fueron encuentros comunes, sino que estos sucedieron en lugares de su piso compartido que bajo otras circunstancias no habría sido un lecho donde encontrar el placer. Lugares como la cocina, el baño, la sala, incluso el suelo del recibidor se convirtieron en deliciosos lechos para dejar que sus cuerpos se encontraran, recordando así la razón por la cual habían decidido estar juntos en un primer lugar.

El mejor de los encuentros sucedió un domingo, después de una semana entera de encuentros sexuales. Habían tenido tiempo de probar incluso aquellos juguetes que compraron y que, por cuestiones de horarios, no habían tenido tiempo de estrenar. Pero aquel día, ambos tuvieron una brillante idea.

Se encontraban desnudos, tocándose y besándose con pasión en la habitación, con entrepiernas lubricadas y listas para iniciar. Pero en vez de ir directo al grano, Juan optó por devorar la carne de su compañera, primero suavemente y luego con hambre, como un animal deseoso. En el proceso, se dio cuenta de que deseaba algo más, ir más allá. Así que, sin pensarlo mucho, bajó lentamente su lengua hasta encontrarse con el otro agujero de Mónica, virgen y deseoso.

Ella emitió un gemido sorprendido por la sensación, que la tomó por sorpresa. Pero, pasando el shock inicial, empezó a disfrutar de esa sensación nueva a la par que se tocaba a sí misma, proporcionándose más placer. Bajo la boca de Juan, Mónica se dilataba cada vez más.

Entonces le pidió a Juan que parara, para colocarse lubricante y estimularse un poco con ambos dedos dentro de sí, tal y como había leído una vez, deseosa de probar el goce que ese lugar de su cuerpo podría proporcionarle. Y, cuando se sintió lo suficientemente amplia para recibirlo, cubrió el miembro de Juan en lubricante y lo hizo entrar suavemente en ella.

Ambos latían, Juan dentro de ella y la carne Mónica alrededor de él, casi como si estuviera chupándolo, pero con sus entrañas.
La penetración en primera instancia fue lenta, disfrutando cada una de las sensaciones. Pero, con cada embestida, la velocidad aumentaba. Ella, acostada, disfrutando de la penetración y de sus propias caricias clitorianas, y él fascinado con lo distinto de la sensación alrededor de su miembro.

El tardó en llegar, llenándola por completo y sumiéndolos a ambos en un aletargamiento que los obligó a retozar durante un largo rato. Podía parecer un encuentro cualquiera, pero algo en ambos había cambiado, un hambre incontenible ardía en sus genitales. Porque ese solo encuentro placentero y sodomítico bastó para convertir aquel en el lugar de encuentro preferido de la pareja durante la cuarentena, siendo ejercida una deliciosa y cuidada sodomía hasta este día.

Fin.