Manzana del pecado

Para algunas personas, la comida tiene ciertas connotaciones sexuales. Más allá del hecho de creer que ciertos alimentos, como los mariscos, pueden aumentar el hábito sexual, ciertas comidas nos elevan a momentos, encuentros, sensaciones y placeres que se experimentan sólo una vez. Por mi parte, pensaba que lo más cercano a lo sexual era el alcohol, porque siempre que me emborracho, termino por desinhibirme y me vuelvo más abierto, en el amplio sentido de la palabra. Pero muy pronto esa idea cambió cuando un día un hombre me dio una sorpresa muy grata.

Recuerdo que tenía ojos morenos, profundos y oscuros como el alma de un pecador, además de tener bolsas debajo de los ojos, más cercanas a la preocupación que al insomnio. Su cuerpo, por otro lado, era más cuidado. Tenía algunos tatuajes, lo que no me agradaba demasiado, pero en general se mantenía en muy buena forma. Pero su cualidad más entrañable era lo obsesionado que estaba con el pecado.

Nos conocimos en unas clases particulares sobre historia del arte, tópico que a él le interesaba enormemente por la cantidad tan abrumadora de contenido religioso y que a mí me interesaba más por una cuestión estética y personal. En las clases la mayoría eran personas mayores, con intereses ajenos a los nuestros, por eso congeniamos fácilmente, por ser contemporáneos.

Salíamos de esas clases una tarde y nos fuimos a un café que se encontraba en frente del pequeño taller de arte. En el café, él me contaba de sus obsesiones, de Adán y Eva, como también de algunos aspectos un poco profanos referentes a la ciudad de Sodoma, lo que me hizo intuir que sus preferencias eran afines a las mías. Se emocionaba tanto hablando sobre esto, que preferí escucharlo hablar. Aunque me daban ganas de besarlo y comerme sus palabras y su conocimiento sobre estos temas en algunas ocasiones.

Entonces llegó el momento en que me invitó a su piso.

Todo era muy natural, dos hombres adultos que saben lo que quieren. Que saben que se desean y que van por ello. Pero ese hombre era más hedonista de lo que pensaba.

En vez de guiarme directo a la habitación -como pensé que haríamos en un principio-, me convidó a sentarme frente a él en la cocina mientras picaba verduras y salpimentaba unos buenos ejemplares de carne. Cuando hubo terminado los preparativos de la comida, sacó del frigorífico un par de manzanas.

—La manzana fue el fruto prohibido que consumieron Adán y Eva. Prefirieron el placer culposo, prefirieron ser pecadores —dijo mirándome a los ojos, haciéndome vibrar. Había algo en la palabra pecador que me estremecía y me encendía— y nosotros que somos sodomitas de la estirpe de Sodoma, comemos de esta manzana sin miedo.

Mordió la manzana, luego introdujo un dedo suyo en la carne de la fruta, simulando el acto sexual al penetrarla. La lamió, la chupó, la mordió y la saboreó. La erección no tardó en aparecer dentro de mis pantalones.

—Imagina que esta manzana es tu culo, que se expande en este momento, deseando que me lo coma y luego lo folle. Ahora toma —me extendió la otra manzana que había sacado— y enséñame que quieres hacerme.

Al principio me sentí un poco cortado, pero tomé la fruta y, como él había hecho, la mordí, arrancándole un pedazo de piel. Descubierta la carne, comencé a lamerla, a chuparla, a morderla y consumirla. Incluso a penetrarla como quería penetrarlo a él. Pero tenía los ojos cerrados, imaginándome todo aquello. Cuando los abrí, lo encontré erecto, tocándose. Duro para mí. Me abalancé sobre él a chuparlo. Tomé mi manzana y la estruje contra su polla, dándole un sabor dulce y placentero. Él me levantó, me bajo los pantalones, se colocó un preservativo que traía en el bolsillo y comenzó a comerme el culo, haciendo lo mismo que yo: estrujándome su propia manzana. Cuando estuve abierto para él, entró. Me tomó sin más dilación, ahí de pie contra la cocina.

Quería sentirlo en mis entrañas, su jugo. Pero él prefirió acabar en otro lugar. Se quitó el preservativo, tomó la manzana y descargó su semilla en ella, ofreciéndomela luego. Sin pensarlo devoré el dulzor mezclado con su semilla, él luego le dio un mordisco a la mía y me dijo:

—Hemos comido de la manzana, somos pecadores. Preferimos el placer.

Quizás haya sido por la forma de decirlo, pero la palabra pecador, al menos proviniendo de su boca, estremecía mis entrañas, que ardían por cometer la sodomía. Desde entonces, lector, las manzanas me saben a pecado y espero que, desde ahora, para ti tengan el mismo sabor.